Friday, January 12, 2007

REUBICACIÓN

Las amígdalas se me movieron al corazón cuando menos lo esperaba. No me pude aguantar las ganas de visitar al nigromante de la colonia. Era la perfecta excusa para llegar al lugar del cual tantas veces me habían corrido por curioso. Pude haber acudido con otro tipo de médico, pero no. Yo quería ir con ese señor de aspecto extraño. Además ni tenía el dinero para pagarle a un doctor, pues supongo que se exceden en el cobro. El señor ese vivía en un cuarto a la entrada de una vecindad, una habitación que hacía mucho tiempo, me platicaron, había sido ocupada como molino. No obstante los años y años que habían pasado desde que sirvió para hacerle la tarea más fácil a las señoras, el olor a maíz, mole y especias no se eliminaba.

Cuando llegué, el místico me observó con sus ojos como de japonés, pero el iris izquierdo de un color diferente al iris derecho. Eso le daba un toque más raro al anciano, que siempre vestía con una chamarra de mezclilla azul con un pantalón de lana blanca. Todo él muy limpio. Muy bien peinado y con muchos anillos que adornaban sus manos. Al cuello le colgaban dos o tres cadenas de oro, las cuales fueron el pago por sus servicios a dos damas de la vida galante a las que les había hecho el “milagrito”. Nadie en la calle sabía cual había sido el milagrito, pero las señoras en calidad de periódico ambulante expandieron ese chisme. Poco les faltó para pegar pasquines en cada puerta con la noticia sobre las mujeres esas.

Ya me ubicaba el señor, lo delató el vistazo rápido sobre el hombro que me echó luego de haberme visto entrar. Además su impresión en la cara era de “ahh, es este otra vez”. Pero en esta ocasión tenía un motivo para acudir por sus servicios. El cuarto, adornado con muchas pinturas chafas de Leonardo Da Vinci, Signorelli y Miguel Ángel, acompañaban a las múltiples macetas con yerbas medicinales, las cuales seguramente ocupaba para hacer sus “milagritos”. Espejos en las cuatro paredes daban un aspecto de amplitud al sitio, por demás pequeño. En su escritorio, se podían ver torres de libros, que a juzgar por la apariencia de la pasta, eran muy viejos y en idiomas que yo no conocía. Además, un candelabro con dos velas colgado en el centro del antiguo molino iluminaban todo a medias.

Tras un frío saludo, me invitó a sentarme en un sillón viejo de piel negra, que seguro fue un pago por otra consulta, mientras él, ocupaba su silla de madera detrás del escritorio. Inmediatamente después que me senté, me lanzó la pregunta. -¿Cuál es el problema? Yo titubeaba un poco en decirle mi mal, tal vez para él no era motivo que yo fuera a consultarlo por un simple dolor de amígdalas. Respiré profundamente, inhalando el olor a mole y le dije – Las amígdalas se me han movido de su lugar, ahora las siento cerca del corazón-. Inmediatamente se levantó de su lugar y cerró la puerta, que seguro lo había dejado abierta para que yo no perdiera tiempo al abrirla cuando me hubiese corrido.

Me sorprendí de su acción. Nunca pensé que después de lo dicho, se impresionara tanto. Cerró la puerta y prendió su grabadora donde comenzó a sonar música rara. Subió el volumen para que nadie, más que él y yo, nos escucháramos. Sin embargo, nunca dijimos nada La música cambió repentinamente, ahora sonaba una fuga de Bach. Me hizo ponerme de pie, me inspecciono visualmente de arriba a abajo, de izquierda a derecha, de frente y espalda.

Todo eso se me hacía muy extraño. Habían pasado 15 minutos desde que había entrado y aún no recibía un diagnóstico. El señor no tardaba más de 10 minutos con cada uno de sus clientes. Encendió el fuego de la estufa, cortó unas ramas de sus macetas, bajó una de las velas del candelabro, de la cual no había divisado correctamente el color, era negra, y la otra era blanca. La colocó en su mesa.

El calor era tremendo y el señor no se despojaba de su chamarra. Se volvió hacía su escritorio, buscó un libro. Lo encontró y lo abrió justamente a al mitad. Se alcanzaban a ver unos signos raros y unos dibujos del cuerpo. De un cajón saco un estuche negro con inscripciones parecidas a las del libro. Eso ya no me estaba gustando. Sólo había encontrado una excusa “creíble” para ingresar a la cueva del curandero, mago o charlatán y extraer un poco de sus yerbas medicinales.

Colocó sobre la estufa una olla de metal con forma de barco, en la cual vertió el líquido de dos frascos que guardaba bajo su cama. Aquel caldo humeaba cual neumático en llamas. Poco a poco la habitación se llenó de una densa capa de vapor que sólo permitía ver lo azul de la chamarra del magus.

Mi preocupación iba en aumento. De pronto distinguí que el señor había retirado el barco de metal de la estufa y en su lugar colocó otro objeto, que cuando estuvo caliente al rojo vivo, tuve la certeza de su forma. Era una cruz.

Durante todo ese procedimiento, la música de Bach era el único sonido que llegaba a mi cerebro. Mi sorpresa ante la rapidez con la que actuaba el señor, aunado con mi inquietud sobre lo que estaba ocurriendo, causaron un nudo en mi garganta.

Con la ayuda de unas pinzas quirúrgicas, sumergió la cruz de hierro en el caldo del barco. Él seguía las instrucciones que el libro contenía. El vapor aumentaba y mi ansiedad se convertía en desesperación. La música otra vez cambiaba. Seguía siendo Bach, pero el cambio radicaba en la velocidad. Iba más lenta. Me esforzaba, sin éxito, para ver al brujo. La velocidad de la música iba decreciendo.

Mi posición había cambiado. Ahora sólo veía la vela blanca que colgaba del candelabro del techo. Los violines desaceleraban. La luz de la vela se extinguía poco a poco. La luz y la música se habían ido. Oscuridad y silencio eran todo.

Desperté. En las manos sentía algo que escurría. Era mi corazón en una y mis amígdalas en la otra. Mi problema estaba resuelto, ahora yo las podía poner en su lugar.

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